Amalivaca creador del Orinoco
Durante ese lapso de cuarenta días que duró el Diluvio, las aguas incesantes lo sepultaron todo sobre la faz de la Tierra y sólo sobre las superficies flotaba al garete una palmera Moriche a la que asidos un hombre y una mujer, se detuvo en la cima del Cerro Tamanacú. Allí, a salvo, la pareja sembró la palmera que le proporcionó todo lo necesario para sobrevivir hasta que descendieran las aguas como, en efecto, descendieron por gracia de Amalivacá.
Amalivacá, dios enigmático, de contextura atlética suavizada por frondosa barba y cabellera blanca, casi del mismo color de su túnica, les dijo ser su padre y haberlos salvado para asegurar la permanencia de la vida humana sobre la tierra. Por ese motivo los invitó a crecer y multiplicarse y cuando se despidió de ellos las aguas comenzaron a descender.
Después de un tiempo largo, Amalivacá regresó en compañía de su hermano Vocci y dos hijas, con el propósito de perfeccionar la vida en la tierra. Fue cuando concibió la idea de crear al Orinoco para que la floreciente nación pudiera comunicarse con toda la Geografía.
Cuando llegó ese día, los hermanos se consultaron largamente, pues aspiraban los Tamanacos que fuese creado el Orinoco de tal manera que se pudiera remar sin esfuerzo tanto a favor de la corriente aguas abajo como aguas arriba, a fin de que los remeros no se cansaran en el curso de la navegación; pero, no fue posible, Amalivacá quería poner a prueba el ingenio de los Tamanacos y todo no se les podía servir en bandeja de plata. Entonces, dice la leyenda, habría sido cuando comenzó a materializarse la navegación a vela aprovechando el recurso del viento.
Se prolongaba el tiempo de permanencia y las hijas de Amalivacá deseosas de regresar, fastidiaron hasta más no poder al padre hasta que éste las sentenció a quedarse allí para siempre con las piernas inutilizadas para que no pudieran abandonar nunca el lugar, pero sin afectar su fertilidad o capacidad de procreación pues quería Amalivacá que ellas contribuyesen a la multiplicación de la raza tamanaca y como depositarias que eran de la sabiduría de su padre, la transmitieran a sus hijos en procura de la felicidad.
Amalivacá vivió entre los Tamanacos largo tiempo en el sitio denominado Maitata, justamente en la gruta existente en lo alto de un cerro llamado Amalivacá Yeutitpe. Su tambor “Amalivacá Chamburai”, era una piedra en el camino de Maitata.
Un día Amalivacá decidió regresar al otro lado del mar de donde había venido y ya listo en su canoa para el largo viaje, quiso obsequiarle a su pueblo vida eterna con estas solemnes palabras: “Uopicachetpe mapicatechi”, que para los tamanacos significaba que tendrían una vida eterna, tan sólo modificada por el cambio de la piel, tal como ocurre a los grillos y a las sierpes. Más, cuando una anciana de gran influencia sobre su estirpe, escuchó la sentencia sagrada, incrédula se burló del dios y éste indignado rectificó diciendo “pues entonces habrán de morir” (mattageptechi).
Desde aquel momento, los Tamanacos atribuían la culpabilidad de su finitud a la abuela incrédula que pretendió burlarse de Amalivacá. Amalivacá zarpó en la canoa y dejó sembrada en su nación preferida el presentimiento de que volvería. Pero no volvió y cuando el misionero Felipe Salvador Gilij, a mediados del siglo XVIII, visitó las riberas de Caicara del Orinoco (Municipio Cedeño) sólo quedaban 125 individuos de una población más numerosa que se deduce fue diezmada por las epidemias y las guerras.
Carapaica, su cacique o gobernante, dijo al misionero cuando le propuso trasladarlos a la Misión de la Encaramada, cerca de la Urbana: “Todos somos hijos de uno y aunque tenemos colores diversos, descendemos de un solo hombre. El sol abrasador, las fatigas y la penosa vida nos han disminuido. Somos ya humo blanco, blanco, como el vestido de Amalivacá”.
Los Tamanacos constituían un pueblo indígena de filiación lingüística Caribe igual que otros con cosmogonías semejantes como en el caso de los Panare o E´ñapa, habitantes igualmente del Municipio Cedeño, que también se creen hijos de la Palma Moriche al igual que a los Waraos.
Tanto para los Tamanacos como para los Panare y los Waraos, la palma Moriche es algo así como el “Árbol de la vida”, pues le proporciona la yuruma que les sirve para la elaboración del pan casero; tablas para el piso de los refugios palustres; gordos gusanos ricos en proteínas; el mojobo o vino para la mesa; el carato de la fruta que endulzan con miel de abeja; cuerdas de cogollo para cabullas y chinchorros.
Los Panare, tan penetrados hoy por religiones de distintos signos, asimilan a Cristo en la figura del Chamán. El Chamán, de vuelos mágicos ayudado por el yopo, lo sabe todo, lo cura todo y es el protector de la comunidad.
Generalmente, en la cosmogonía Caribe es frecuente atribuir su finitud o vejez que es el fin de la vida, a una falta pecaminosa de alguno de los miembros de la comunidad. En los Tamanacos es la anciana incrédula que le echa a perder la vida eterna a la comunidad. En la sociedad Taulipangs, de las proximidades del Roraima, según mito recogido por el etnólogo germano Teodhor Koch Grumberg (1872-1924) en su libro “Del Roraima al Orinoco”, es también un miembro de la tribu. El sol (Uei) que es una deidad, tiene hijas y desea que una de ellas se case con un Taulipangs y así se lo exige después de haberlo salvado de una isla abandonada cubierta de estiércol de zamuro; pero éste, de nombre Acalepiyeima, tras haber accedido cae en las redes en una de las hermosas hijas del Rey Zamuro. Colérico Uei, le dijo: “Si hubieras seguido mi consejo y casado con una de mis hijas, habrías quedado como yo, siempre joven y radiante. Ahora tú y tu tribu sólo lo serán por corto tiempo y después viejos y extraviados en la oscuridad”. Los indios Taulipangs culpan a Acalapiyeima de haber sacrificado por amor el privilegio de ser eternamente jóvenes y radiantes como el Sol.
En la mitología Warao también se da el mismo caso. Los Waraos conforme a la “Literatura Warao” de Daysy Barreto y Esteban Mosonyl, Dios hizo para ellos la tierra eternamente iluminada y la clave de ese misterio la conservaba en dos Taparos que tenía en su casa, con la advertencia de que sólo podían ser vistos, pero jamás tocados ni curioseados. Un día en que el señor se hallaba ausente, dos Warao se introdujeron en la Casa de Dios y haciendo caso omiso de la advertencia curiosearon hasta más no poder los Taparos y de repente todo se volvió tinieblas y ellos que jamás habían conocido el sueño ni la muerte, comenzaron a dormir, y a despertar sólo cuando Dios les devolvía la claridad.
Los Taulipangs también tienen una leyenda donde la oscuridad se relaciona con la muerte y dos de las hijas de la Luna, en dos cielos más arriba, son las encargadas de alumbrarles el camino, mientras ella, la Luna, en el primer cielo, diluye la oscuridad de la noche para apaciguar en sus hermanos de la Tierra el miedo por las tinieblas. Según la leyenda, la Luna que ellos denominan Capei, era un ser humano que habitaba la tierra y luego del percance con un brujo, se fue al cielo con sus hijas ayudada por un pájaro.
Los Waicas no son como los Taulipangs, hermanos de la Luna, pero sí hijos de ella. En mito recogido por el misionero Daniel de Barandiaran, quien estuvo catorce años viviendo en la selva del Caura, los Waica se consideran hijos de la Luna. En el principio del mundo, unos seres misteriosos, tal vez semidioses, en su creencia de que la Luna era un lago de sangre, la flecharon y al caer gotas de sangre sobre la tierra, se transformaron en indios Waicas.
Y así como hay pueblos primitivos que se sienten hijos de la Luna, también los hay que se creen hijos del Sol. El padre Cesáreo de Armellada selecciona en su libro “Tauro Panton” una leyenda sobre los Makunaima que da cuenta de su origen por virtud de un encuentro casual del Sol, que era un indio, de cara brillante, con una ninfa del río.
La ninfa para librarse del Sol que le había sido por la cabellera cuando trató de sumergirse, le prometió darle compañera para que no se sintiera tan solo. Así ocurrió, pero al poco tiempo cuando la mujer fue por agua con su camaza al río, se volvió arcilla porque de ella estaba echa. El Sol disgustado reclamó. La ninfa de nombre Tuenkaron trató de complacerlo con otra mujer, pero tampoco ésta resultó porque al asomarse al fuego se derritió. Era que estaba hecha de cera. Entonces el Sol se fue al río y amenazó con secarla suscitando alarma en Tuenkaron, quien le prometió compañera más duradera. El Sol la probó y por último fue con ella a bañarse al río y vio que no era blanca como la arcilla, ni negra como la cera sino rojiza como una laja jaspeada y vivieron juntos y felices y de ellos nacieron los primeros Makunaima.
La mitología cosmogónica de la etnia Tamanaca de Caicara del Orinoco, narrada por el padre jesuita Felipe Salvador Gilij en su "Ensayo de Historia Americana", tiene un sustrato de realidad evidenciado por el antropólogo, historiador y sociólogo Adrián Hernández Baño
Adrián Hernández Baño es venezolano nacido en Murcia (España) en 1927 y radicado en el país desde 1956. Realizó estudios en la Universidad Central de Venezuela, donde obtuvo el título de antropólogo, historiador y sociólogo. Tiene doctorado en la Universidad Complutense de Madrid y fue hasta su muerte docente universitario y cronista del municipio Buchivacoa del Estado Falcón.
Ha publicados varias obras y en 1977 se propuso hallar en las inmediaciones del río Cuchivero, el famoso Cerro Tamanacú donde sobrevivieron al diluvio los padres de la raza Tamanaca, así como la Cueva y el tambor de Amalivac, en San Luis de la Encaramada.
Felipe Salvador Gilij, sacerdote jesuita italiano, destinado en 1748 a las Misiones del Orinoco Medio, fundó al año siguiente la Misión de San Luis de la Encaramada, con aborígenes Tamanaco que habitaban el norte del actual municipio Cedeño, a los cuales se agregaron Maipures y Pareques. Convivió con ellos durante dieciocho años y medio, al cabo de los cuales regresó a Roma acatando una medida de expulsión contra la Compañía de Jesús dictada por el Rey Carlos III.
Gilij escribió entonces, en cuatro tomos, su conocido Ensayo de la Historia Americana, donde da cuenta de la cultura de los Tamanacos en la que en el aspecto cosmogónico encuentra impresionante semejanza con la bíblica descripción del Diluvio y los primeros tiempos de la raza humana.
Narra Gilij que en el grupo étnico había un joven llamado Yucumareque recordaba vivamente lo que le contaban sus abuelos sobre el origen de los Tamanacos, pueblo de filiación lingüística caribe hoy desaparecido.
Recordaba y decía Yucumare en su propia lengua, la cual dominaba el misionero Gilij, que "en los tiempos antiguos de nuestros viejos se hundió en el agua toda la tierra y sólo sobrevivieron a la inundación un varón y una hembra, aferrados a un monte llamado Tamanacú, cercano al río Cuchivero".
- Y ¿cómo fue posible volver a propagar la especie humana? - preguntó Gilij a Yucumare:
- Te lo diré. Estando afligido los dos por la pérdida de sus parientes y dando vueltas pensativos por el monte, le fue dicho que tiraran por encima de los hombros el hueso del fruto de la palma moriche y los huesos de los frutos tirados por la mujer se levantaron convertidos en mujeres, y en hombres los tirados por el hombre.
Conforme a lo indagado por Gilij, el dios de los Tamanaco era Amalivac , un hombre blanco vestido de blanco que tenía un hermano llamado Uochi. Juntos habrían creado la tierra, la naturaleza y los hombres. Cuando les tocó crear el Orinoco, discutieron largamente, pues querían lograrlo de tal manera que se pudiera remar a favor y en contra de la corriente como lo sugerían los aborígenes a objeto de no demorarse y cansarse en la remontada. Al final convinieron bajo un soplo de brisa que encrespaba la corriente descendente, que era mejor confiar esa posibilidad al ingenio de los aborígenes.
Amalivac vivió mucho tiempo entre los miembros de esa etnia. Dice Gilij: "Estuvo Amalivac largo tiempo con los Tamanaco en el sitio llamado Maita. Allí muestran su casa, lo que no es más que una roca abrupta, en cuya cima hay peñascos dispuestos a modo de gruta. Se llamaba cuando yo la ví, Amalivac - yeutipe, eso es, "la casa donde habitó Amalivac. No está muy lejos de aquella casa su tambor (En Tamanaco Amalivac chamburay) esto es, un gran peñasco en el camino de la Maita al que dan este nombre".
Después de leer el relato mitológico que le sirvió de centro para su tesis de grado de historia, el antropólogo Adrián Hernández Baño se preguntó si era posible localizar el ambiente de la etnia Tamanaca, pero muy particularmente, la casa de Amalivac y su tambor. Asimismo el monte Tamanacú, tabla de salvación de los dos sobrevivientes del Diluvio y donde comenzó prodigiosamente a reponerse la raza Tamanaca gracias al milagro de la semilla del Moriche.
Pues bien, un día cualquiera, siendo estudiante de Historia y bajo la tutoría del profesor Marco - Aurelio Vila, acopió recursos y fijó residencia temporal en Caicara del Orinoco para en compañía del experto vaquiano Juan de Dios Villanera, ir en busca del Monte Tamanacú y más luego de la Cueva y el Tambor de Amalivac .
Sólo de dos datos disponía para tan incierta aventura: el toponímico Tamanacú y el Cuchivero. De manera que a bordo de una curiara y llevando a Villanera de baquiano, Adrián Hernández inició su aventura al encuentro de la cueva y el tambor de Amalivac.
El antropólogo Adrián Hernandez y Baños encontró sorpresivamente la Cueva de Amalivac no obstante disponer sólo de los topónimos Tamanacú y Cuchivero.
Comenzó su aventura navegando el río el Cuchivero desde su desembocadura en el Orinoco y encontró cerca del río un monte que los campesinos conocen como "El Zamuro".
A decir del propio Hernández, "se trata de un cerro no muy alto, cerca del río, el cual tiene en su cima muchas rocas graníticas, que se aguantan por ese sabio equilibrio que sólo la naturaleza sabe dar. Su formación es sumamente caprichosa y muchas de ellas parecen como si fueran sillones donde uno se puede sentar. Algunas de las rocas graníticas emitían un sonido especial al ser golpeadas con un objeto contundente". Añade que en dicho cerro hay una multitud de pinturas rupestres, en rojo y blanco, que lo hace suponer que el lugar fue sitio de ritual de los aborígenes. No afirma que sea el Monte Tamanacú salo lo deja como indicio tomando en cuenta ciertos elementos de la leyenda.
Luego de numerosos viajes y fracasos, navegando en bongo por el Orinoco, penetrando picas por la intrincada selva o rodando a bordo de un jeep por las sabanas, el explorador dio con la Cueva de Amalivac en la llanura de Maita que ahora se llama la Sabana del Espanto.
Primero hubo de ubicar con muchas dificultades la antigua Misión de San Luis de La Encaramada, pues ninguna alma de aquellos líticos parajes, entre Caicara y La Urbana, sabía que se trataba de Pueblo Viejo. Fue el nombre que le quedó a San Luis de la Encaramada, ya sin casas ni bohíos, pero se puede apreciar la distribución del poblado. "Las piedras - dice Hernández Baño - indican el lugar en que estuvieron situadas las mejores casas. La vista que hay desde donde estaba la plaza a la serranía de La Encaramada, es impresionante. Encontramos muchos restos de ladrillos y tejas y una especie de hornos un poco alejados de donde estuvo el pueblo y a orillas del caño o río Guaya".
A partir de aquí salió en busca de la mítica casa de Amalivac en las sabanas de Maita, hoy sabanas del Espanto, y encontró por casualidad un abrigo natural o cueva formada por unos enormes bloques de granito, apoyados los unos sobre los otros. "Mirando de frente la cueva de Amalivac - dice Hernández Baño -, se ve a su lado izquierdo, una especie de escenario natural desde el cual se divisa toda la plaza que es enorme. En medio de la plaza y frente a la cueva, hay una piedra vertical, diferente a todas las demás que hemos visto por estos contornos. Parece como una especie de pedestal que presidiera las ceremonias que podrían haber tenido lugar en la plaza".
"No está muy lejos de aquella casa su tambor, esto es, un gran peñasco en el camino de la Maita al que dan este nombre", dice Gilij y más tarde Humboldt: "...Se indica igualmente cerca de esta caverna, en las llanuras de Maita, una gran piedra: era, dicen los indígenas, un instrumento de música la caja del tambor de Amalivac ..."
Guiados sólo por estas sucintas indicaciones, estuvieron desde la Navidad de 1977 hasta Año Nuevo, de seis de la mañana hasta el atardecer, Hernández Baño y Villanera, golpeando hasta el cansancio piedras y más piedras en aquel inextricable laberinto de rocas que surgen como islas en las sabanas de Maita. Toda aquella empresa parecía inútil y una noche mirando la estrella más lejana, Hernández Baño tuvo un presentimiento: "Señor Villanera, mañana vamos a tocar a primera hora el Tambor de Amalivac ":
- Nos levantamos a las seis de la mañana y empezamos a golpear todas las rocas que est n a la izquierda de la Cueva de Amalivac y al pie del cerro. Yo me fui al final de todo el camino rocoso y el señor Villanera empezó por las peñas más cercanas a la cueva. De pronto oí un sonido...El sonido era estremecedor, profundo como el telúrico tang - tang de un tambor africano. Villanera había tocado la suerte. El Tambor de Amalivac , estaba allí, tenso y eterno, justo frente a la lítica casa del gran Dios de los Tamanaco, pero oculto entre intrincada selva, crecida desde que Gilij y los indios abandonaron el lugar hace 175 años.
Juan de Dios Villanera, acaso por Juan y por Dios, había tenido la suerte de sonar aquel tambor tan parecido al del enano Uxmal en la civilización Maya, aquel tambor como un monumento megalítico que anunciaba y animaba las ceremonias ritual de aquellos hombres desnudos que podían escribir y pintar sobre las piedras, que veían deidades en la liviandad del humo y que tenían por héroe a un señor alto y blanco que vestía y hablaba como los dioses y que cada vez que navegaba el Orinoco iba cortejado por delfines.
Ese Dios que se fue un día, después del Diluvio, para no volver dejó, sin embargo, un gran río alimentado por muchos ríos, una tierra inmensa y feraz tupida de moriches, una raza a la que una mala bruja le quemó la piel y un lítico tambor que ha vuelto a sonar como en sus lejanos tiempos. Pero en la sabana de Maita hay otros encantos, adicionalmente observados por el antropólogo, un ruido huracanado por las madrugadas y una bola de fuego que rueda de las montañas. Por eso los lugareños de tránsito han dejado la tradición oral de la Sabana del Espanto, al fin, Maita en lengua primitiva significa "lugar que no es", vale decir, lugar que deja de ser cuando en ciertos espacios de la noche un ser tenebrosamente extraño, posiblemente el demonio Yolokiano de los Tamanacos, ruge como una bestia que seguramente ellos trataban de alejar con el sonido inconfundible de su tambor, el lítico tambor que les dejó como heredad protectora el taumaturgo héroe de su cultura.
Lo petroglifos diseminados por todo el territorio de Guayana habrían sido grabados por el propio Amalivac con el fin de dejar testimonio de su paso creador por estas tierras.
Amalivaca o Amalivacá o simplemente Amalivac, es el héroe cultural de los Tamanacos, según leyenda recogida y publicada por el misionero jesuita italiano Felipe Salvador Gilij en el siglo dieciocho.
Los Tamanacos constituían un pueblo indígenas en el Orinoco central, de filiación lingüística Caribe, hoy lamentablemente desaparecido.
Conforme a esa leyenda en la que se recrea el escritor colombiano Rafael Gómez Picón, Amalivaca fue el creador del Orinoco y el salvador de la especie humana después del Diluvio. Lo petroglifos vendrían a ser testimonio de su paso creador por estas tierras que el primer navegante de occidente confundió con el Paraíso.
Amalivacá visitó en dos ocasiones al pueblo Tamanaco y antes de ausentarse para no dejar sino la esperanza de volver, hizo un extenso e intenso recorrido en su barca, acompañado de su hermano Vochi y seguido de su gran cohorte de toninas, para grabar vivencias en las superficies de las rocas que las aguas iban dejando al descubierto.
Grabó las figuras de los astros, de los propios indígenas y de otros seres y animales que habían podido salvarse como la rana, la serpiente, las aves, el cocodrilo, el jaguar. De esta forma fue dejando constancia de su tránsito no sólo en la Encaramada, Capuchino, Cerro del Tirano, Caicara, el Paso de Cedeño, sino también en varios lugares del alto río o en las riberas del Casiquiare como lo demuestra el peñasco de Culimacar o en el río Manapiare, así como en los lejanos Esequibo y Río Branco o en el riñón de la Guayana inglesa o del Brasil.
Los petroglifos descubiertos en otros lugares de Guayana como Guri, Candelaria, el Yuruari y el resto de Venezuela habrían sido reproducidos por generaciones sucesivas de indígenas de distintas lenguas y en su propio lenguaje.
Los estudiosos de las diferentes ramas de la antropología que sustraídos de las leyendas, quieren otorgarle otro significado más lógico y objetivo a los petroglifos, lo atribuyen, como es el caso del Walter Dupuy, a motivos religiosos propios de los antiguos pueblos animistas.
Los eternos buscadores del Dorado creen que tales dibujos corresponden a cifrados sobre tesoros ocultos. De allí los numerosos petroglifos de comprobado valor etnográfico expuestos ordinariamente a la destrucción como las rocas grabadas de Las Lajita en la zona del Cuchivero y en la Piedra del Sol y la Luna de Santa Rosalía donde se ven socavones hechos por personas que buscan el oro de Amalivac.
A Gallegos, cuando estuvo en Guayana, acopiando material literario para su novela Canaima, le contaron la creencia de algunas etnias según la cual los indios cuando navegaban en sus curiaras y veían alguna piedra o roca grabada, la rehuían en la creencia de que tales petroglifos tienen que ver con maleficios y seres extraños que habitan en las profundidades del río debajo de esas rocas. De manera que para protegerse y librarse de ellos, se aplicaban ají bravo en los ojos si no encontraban una venda fuerte y oscura que ponerse, pues la tradición les dice que sólo pueden verlos quienes no son ignorantes de sus misterios. La leyenda aseméjase un tanto a la grecolatina de las Sirenas que hechizaban de tal modo con su canto que los navegantes que éstos para evitar estrellar sus naves contra las rocas, se tapaban los oídos.
Aunque la región Guayana está minada de figuras rupestres, quizás las más conocidas hasta ahora sean los Petroglifos de Guri, dada la destacada divulgación que tuvieron por efecto de la Operación Rescate de 1968, llevada a cabo por CVG-Edelca ante la proximidad de represar las aguas del Caroní en función de la PresaHidroeléctrica,
En esa memorable ocasión se rescataron 29 piedras con un total de 75 dibujos curvilíneos y rectilíneos unos, otros triangulares y circulares y las demás, figuras de aves, mamíferos y dibujos antropomorfos. De todos, llamó poderosamente la atención la figura de unos siameses o gemelos unidos y repetidos aparentemente simbolizando el mito de la creación.
Los estudiosos especialistas hicieron una valoración que tuvo repercusión no sólo de los medios científicos sino artísticos, pues unos destacaban el estilo naturalista, realista y figurativo de esos dibujos primitivos frente al inmenso número de petroglifos geométricos hallados en otras partes de Venezuela. En esa ocasión Walter Dupuy pensaba que algunas de las figuras posiblemente representaban a las deidades que habitarían el paisaje circundante a juzgar por la creencia de los pueblos remotísimos en el tiempo, cuyos artífices la expresaban así en dura roca,
A las pinturas rupestres halladas en la Cueva del Elefante por el doctor Mario Sanoja y la licenciada Iraida Vargas, investigadores de la UCV, le atribuyen también sentido mágico religioso a juzgar por la forma como los rayos del Sol inciden en horas de la tarde en el fondo de la cueva donde están figuras humanas y de animales como lagartos, pájaros, venados, círculos y raras combinaciones de líneas.
El Pemón, así como se siente hijo y protegido por su Dios, cree que oculto en las sombras existe una deidad del mal que los acecha. Acaso Ahrinán, principio del mal, opuesto a Ormuz, principio del bien, en la religión de Zoroastro, pero que ellos llaman Canaíma.
En su novela del mismo nombre, Gallegos dice que Canaima es “la sombría divinidad de los guaicas y makiritares, el dios frenético, principio del mal y causa de todos los males que disputa el mundo a Cajuña el bueno”.
Canaima, según las situaciones, suele transformarse y tomar la forma de una bestia o de un mamífero alado como el murciélago y de hecho al murciélago descomunal que habitaba en una cueva de Guaquinima solían confundirlo con Canaima.
A la imponente Meseta Guaquinima, en la cabecera del Carapo, afluente del río Paragua, hito que marca la frontera de sus predios, los Pemón la conocen como Maripa-Tepuy y los Yecuana o Maquiritare como Dede-Jidi que en su lengua significa lo mismo: ”Meseta del Murciélago”.
“Meseta del Murciélago” porque según leyenda publicada por el explorador Charles Brewer Carías, allí existe una enorme cueva o galería donde residía un Murciélago descomunalmente inmenso acompañado de toda su familia alada y al que las comunidades indígenas de la región guardaban un respeto tenebroso que los obligaba, por temor, a hacerle frecuentes ofrendas humanas con las cuales se alimentaba.
Un joven guerrero deseoso de acabar con ese miedo, ató un tizón a la pierna de la víctima escogida en la ocasión para el sacrificio y cuando el Murciélago vino de noche por su tributo, el tizón se avivó durante del curso del vuelo y generó una estela de humo incandescente que señaló la ruta hacia la guarida o cueva hasta entonces desconocida. Siguiendo esa ruta toda la noche hasta el amanecer, el ingenioso y valiente joven guerrero sorprendió al membranoso individuo y le dio muerte de un solo y certero disparo con su flecha envenenada.
Desde entonces se agotó el miedo entre las etnias aborígenes y la Meseta del Guaquinima quedó con el cognomento de Maripa-tepuy para los Pemón y Dede-jidi para los Yecuana. El nombre de Maripa, capital actual del Municipio Sucre, lo adoptó el doctrinero Ramón Espinoza al fundarla en 1842 con un grupo de indígenas que moraban en la zona.
El escritor José Berti, en su novela “Hacia el Oeste corre el Antabare”, hace mención de una leyenda de los Arecunas, habitantes de ese afluente del Caroní y dice que como muchas otras tribus, no creen en la muerte natural y para explicarse su eterna desaparición, concibieron a Canaima, divinidad del mal que ellos imaginan como un extraño indio vestido de noche sin luna, que habita los recónditos parajes de la selva y aparece en todas partes con diferentes nombres, siempre armado de un garrote de tres filos y una tapara de yare para golpear o envenenar a sus víctimas.
Los arecunas tienen un dios, provisto de dos cabezas como Jano. La de la derecha con el nombre de Atictó, representa al bien y la de la izquierda con el nombre de Ueue, representa el mal. Cada representante del bien y del mal tiene adelantados que habitan sobre las cumbres de los Tepuyes y hacia los cuales debe intervenir el Piatsan, especie de mensajero pendiente siempre de los problemas del pueblo. Cuando un arekuna se enferma el Piatsan transmite el mensaje a esos espíritus del bien y del mal que habitan sobre los Tepuyes. Estos, los Mabaritón, y los Canaimatón alzan su vuelo y se posan sobre las cabezas del Dios. Si se inclinan primero Ataictó, el enfermo se salvará, si por el contrario lo hace primero Ueue, el paciente morirá.
Y a propósito del Guaquinima que es una meseta o tepuy, los Yecuana o Maquiritare tienen su propia teoría mitológica que contaremos en la próxima edición, pero antes nos referimos a los ríos de Guayana.
Sucedió que al comienzo todo era tierra desolada y los habitantes no disponían de otro alimento que la misma tierra, el agua que le proporcionaba en sus mandíbula la hormiga Yak transportada desde una laguna ignota del cielo y el casabe que les traía desde el mismo cielo o Kajuña un espíritu bondadoso llamado Demodene. Así rutinariamente transcurría la vida en la tierra hasta que Odosha, un espíritu maligno, se apareció y espantó a la Yak y al Demodene haciendo la vida más penosa y difícil.
Cuando ello ocurrió se presentó el Vencejo, un pájaro grandioso que los indios llaman Dariche y les prometió hacer un esfuerzo alado por llegar hasta el Lago Aku-Ena del cielo y hacer que el agua llegara de algún modo hasta la tierra. Así ocurrió y surgió el Casiquiare, pero las aguas confusas no sabían hacia donde dirigirse y a los primitivos habitantes se les hacía harto difícil de proveerse del precioso líquido. Ante esa situación, Kush (el Cuchicuchi) confesó haber descubierto el camino del Demodede para llegar hasta el lugar del cielo de la yuca y el casabe y con la ayuda de todos comenzó a trepar por un árbol cuya copa se perdía en las nubes
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